Usted me ha dirigido una carta confidencial fechada el 2 del presente desde la
fragata Novara. La cortesía me obliga a darle una respuesta, aunque no me haya
sido posible meditarla, pues como usted comprenderá, el delicado e importante
cargo de presidente de la República absorbe todo mi tiempo sin descansar ni aun
por las noches.
El filibusterismo francés ha puesto en peligro nuestra nacionalidad y yo, que
por mis principios y mis juramentos he sido llamado a sostener la integridad de
la nación, su soberanía e independencia, he tenido que multiplicar mis
esfuerzos para responder al sagrado depósito que la nación, en ejercicio de sus
facultades soberanas, me ha confiado. Sin embargo, me he propuesto contestar
aunque sea brevemente los puntos más importantes de su misiva.
Usted me dice que "abandonando la sucesión de un trono en Europa, su
familia, sus amigos y sus propiedades y, lo que es más querido para un hombre,
la patria, usted y su esposa doña Carlota han venido a estas lejanas y
desconocidas tierras obedeciendo solamente al llamado espontáneo de la nación,
que cifra en usted la felicidad de su futuro".
Realmente admiro su generosidad, pero por otra parte me ha sorprendido
grandemente encontrar en su carta la frase "llamado espontáneo", pues
ya había visto antes que cuando los traidores de mi país se presentaron por su
cuenta en Miramar a ofrecer a usted la corona de México, con las adhesiones de
nueve o 10 pueblos de la nación, usted vio en todo esto una ridícula farsa
indigna de que un hombre honesto y honrado la tomara en cuenta.
En respuesta a esta absurda petición, contestó usted pidiendo la expresión
libre de la voluntad nacional por medio de un sufragio universal. Esto era
imposible, pero era la respuesta de un hombre honorable.
Ahora cuán grande es mi asombro al verlo llegar al territorio mexicano sin que
ninguna de las condiciones demandadas hayan sido cumplidas y aceptar la misma
farsa de los traidores, adoptar su lenguaje, condecorar y tomar a su servicio a
bandidos como Márquez y Herrán y rodear a su persona de esta peligrosa clase de
la sociedad mexicana. Francamente hablando me siento muy decepcionado, pues
creí y esperé que usted sería una de esas organizaciones puras que la ambición
no puede corromper.
Usted me invita cordialmente a la ciudad de México, a donde usted se dirige,
para que tengamos una conferencia junto con otros jefes mexicanos que se
encuentran actualmente en armas, prometiéndonos todas las fuerzas necesarias
para que nos escolten en nuestro viaje, empeñando su palabra de honor, su fe pública
y su honor, como garantía de nuestra seguridad.
Me es imposible, señor, acudir a este llamado. Mis ocupaciones oficiales no me
lo permitirán. Pero si, en el ejercicio de mis funciones públicas, pudiera yo
aceptar semejante invitación, no sería suficiente garantía la fe pública, la
palabra y el honor de un agente de Napoleón, de un hombre cuya seguridad se
encuentra en las manos de los traidores y de un hombre que representa en este
momento, la causa de uno de los signatarios del Tratado de la Soledad.
Aquí, en América, sabemos demasiado bien el valor que tiene esa fe pública, esa
palabra y ese honor, tanto como sabe el pueblo francés lo que valen los
juramentos y las promesas de Napoleón.
Me dice usted que no duda que de esta conferencia —en caso de que yo la
aceptara— resultará la paz y la felicidad de la nación mexicana y que el futuro
Imperio me reservará un puesto distinguido y que se contará con el auxilio de
mi talento y de mi patriotismo.
Ciertamente, señor, la historia de nuestros tiempos registra el nombre de
grandes traidores que han violado sus juramentos, su palabra y sus promesas;
han traicionado a su propio partido, a sus principios, a sus antecedentes y a
todo lo que es más sagrado para un hombre de honor y, en todos estos casos, el
traidor ha sido guiado por una vil ambición de poder y por el miserable deseo
de satisfacer sus propias pasiones y aun sus propios vicios, pero el encargado
actual de la presidencia de la República salió de las masas oscuras del pueblo,
sucumbirá, si es éste el deseo de la Providencia, cumpliendo su deber hasta el
final, correspondiendo a la esperanza de la nación que preside y satisfaciendo
los dictados de su propia conciencia.
Tengo que concluir por falta de tiempo, pero agregaré una última observación.
Es dado al hombre, algunas veces, atacar los derechos de los otros, apoderarse
de sus bienes, amenazar la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer que
las más altas virtudes parezcan crímenes y a sus propios vicios darles el
lustre de la verdadera virtud.
Pero existe una cosa que no puede alcanzar ni la falsedad ni la perfidia y que
es la tremenda sentencia de la historia. Ella nos juzgará.
(fechada Monterrey, 28 de mayo de 1864).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario